Por Andrés Trapiello,
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ESCRIBO estas palabras pensando que las está leyendo. En cierto modo no hay una sola página que haya escrito uno en los últimos treinta y tantos años que no la haya escrito pensando en él, y que él no haya leído, comentado, corregido. Y no han sido precisamente pocas. Esta, sin embargo, es la más difícil de todas. Y que la está leyendo será para él algo fuera de duda. Era un hombre creyente, discreta, profundamente creyente. Su último libro, de poemas bellísimos, acaso los más hondos y verdaderos de cuantos escribió, lleva este título: El corazón de Dios. Para mí, para muchos, la obra de Carlos Pujol, tan secreta a veces, es ejemplo de finura suprema, milagrosamente sin desmayos, y de inteligencia siempre atinada en la elección de sus maestros, Saint-Simon, Balzac, Proust, Henry James o Emily Dickinson, a los que tradujo y estudió como nadie, y en la arquitectura de su propio mundo como novelista, poeta y ensayista: sencillez, humor, poesía y naturalidad.

Su labor literaria, extensísima, titánica y silenciosa, fue siempre una celebración y una cita con la levedad y la gracia. Pero hay algo que la vuelve, a mi modo de ver, aún más extraordinaria. Como sin duda saben los que viven en y del mundo editorial español, Carlos Pujol vivió en y de él durante más de cincuenta años, sin contaminarse ni un átomo de nuestro pobre y desquiciado medio literario: “Hacer carrera, hacer la carrera”, decía con sutil delicadeza y una media sonrisa, apartándose a un lado. Y pese a ello no dejó nunca de ser una persona asequible, afable, educadísima, con porte de sabio oxoniense, al que nadie habrá oído jamás levantar la voz, ni tampoco hurtarla. Como su confidente Emily Dickinson decía “toda la verdad, pero sesgada”. Sólo había que saber escucharle tales susurros. Era una especie de ángel, lo ha sido hasta el último día, entre los hombres, en su oficina de Planeta, la bondad absoluta. Solía decir que la vida literaria, en realidad no es vida, sino sólo una imitación hecha con humo. Su Cuadernos de escritura, suma de aforismos sobre el oficio de escribir, es una obra maestra del género, a la que vuelve uno a menudo buscando compañía. En él leemos: ““El que escribe es otro”, decía Proust, y es una gran verdad, pero el que redacta es uno mismo; de la armoniosa colaboración de ambos depende que todo salga bien”. De pocos contemporáneos, al menos de los que uno ha conocido, podrá asegurarse que le haya salido mejor.
Amigo, has entrado en otro tiempo, el del silencio, el de lo inexplicable, el único que para ti valía la pena vivirse desde este mundo nuestro, no menos inexplicable, pero mucho más inconvincente. Así lo dijiste: “Sólo tiene verdadero interés lo inexplicable, lo que puede explicarse en seguida resulta banal”.
Por eso sé que, mientras las escribía, ha estado leyendo por encima de mi hombro estas palabras que yo querría ahora que fuesen, sólo por él, mucho mejores.